lunes, 29 de abril de 2013

Interludio sobre la paciencia y el desengaño.


Aquel día,
cuando me quedé solo,
ni mi hermana la libertadora
acertó a quererme.
El humo salía de mis orejas,
la soberbia anegó mi corazón,
el lodazal se endureció conmigo en medio.
Solo una diminuta voz apagada
me dijo que nadara,
y nadé hacia dentro
En los infiernos más confusos ardí
como un madero húmedo.
No sirvieron para nada los ocho minutos
de invocación macabra y sedienta
                                 
                                -  tiempo de nervios -

a los que me así danzando.
Pensé entonces que tu me llamabas y me requerías
y yo hablaba tan alto como un álamo
deshojado a propósito. Y la discusión
tornóse sol fulminante.

El ritmo calmado de las hojas muertas,
el maravilloso piano de Tiersen y la nada,
sosegaron mi espíritu,
y comprendí al fin la infinita paciencia
del saber estar.

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